Notas para el análisis de un fragmento del capítulo
LIII de 'El Quijote', donde otrosí se cuestiona la autoría cervantina de la obra
y otras cosas dignas de que se cuenten.
(Tranco primero)
Sir
Archibald Eiderdown, cuarto duque consorte de Exeter, fue en su juventud un
notable diletante a quien el denodado esfuerzo en el estudio acabó por reputar
de experto. Su actividad intelectual abarcó campos muy diversos, desde la
Literatura Comparada a la Gemología, uno de cuyos más famosos tratados,
titulado en edición española Sustancias amorfas. Concepto y limitaciones.
Fracturas y exfoliación, compuso en colaboración con el eminente ingeniero
rumano Ion Papu, a quien conociera en los salones de la Baronesa de Bacourt. En
aquellos magníficos vendredis, donde se reunía una parte especialmente
representativa de la intelectualidad europea, Sir Archibald también trabó
amistad con Pierre Menard, quien por aquellas fechas se encontraba dando fin a
su magnífico capítulo IX del Don Quijote. Fue sin duda la lectura de
Menard quien lo empujó al estudio de los apócrifos cervantinos, de los que en
poco tiempo llegaría a ser un reputado conocedor.
Eiderdown comenzó analizando, incluso
desmenuzando, diversos fragmentos del citado capítulo, hasta concluir que
Cervantes, aun memorando palabra por palabra y punto por punto el texto de
Menard, presentaba un estilo mucho menos exacto, pleno, y vigorosamente
heroico, e incluso incluía una serie de tonemas especialmente ineficaces que
hacían su versión claramente inferior a la de Menard. Sir Archibald ponía por
ejemplo el fragmento de Menard en el que éste describe: «Puestas y
levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados
combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al
abismo: tal era el denuedo y continente que tenían». Cervantes, por su
parte, respecto al mismo momento de la desaforada batalla entre don Quijote y
el gallardo vizcaíno, había escrito, —sin por supuesto alcanzar el enfoque
sublime de Menard, y plagiándolo claramente—: «Puestas y levantadas en alto
las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía
sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo
y continente que tenían».
La conclusión del duque consorte, publicada en un especial dedicado a la literatura caballeresca de la prestigiosa revista Folk and Popularity Sciences —en el que también habían colaborado Henry Sterne y Tristam Fielding, señalando diversos plagios de Cervantes tomados de conocidos escritores españoles de su época— cobró rápidamente fama entre el entusiasmo de expertos y eruditos, algo que no sólo contribuyó a su reconocimiento y popularidad en los círculos literarios, sino que lo decantó definitivamente hacia el estudio del trasunto cervantino.
(Tranco segundo)
Sterne
y Fielding habían sido pioneros en la formulación de una arriesgada teoría en
la que se dudaba de la autoría de Cervantes respecto al Ingenioso hidalgo,
una tesis que el duque de Exeter llevaría hasta el límite, aportando
numerosísimas pruebas, algunas tan concluyentes que lo convertirían en
desvelador del oportunismo y la servidumbre de Cervantes. Los autores citados
habían señalado evidentes plagios del presunto autor respecto a la novelería
caballeresca de su época, copias que aunque no afectaban claramente al aspecto
textual, sí lo hacían en referencia a planteamientos, modelos, e incluso a la
caracterización de personajes. Cervantes, pues, habría sido demasiado deudor de
Garci Rodríguez de Montalvo y su obra Las sergas del muy virtuoso caballero
Esplandián, hijo de Amadís de Gaula; de Feliciano da Silva, autor entre
otras obras de Amadís de Grecia y Florisel de Niquea; y
especialmente de Melchor de Ortega, cuya Primera parte de la grande historia
del muy animoso y esforzado príncipe Felixmarte de Hircania, debió conocer
durante su estancia vallisoletana, pues esta novela se había publicado en la
ciudad castellana a finales de 1556.
Su ruptura con Menard (los años sin embargo
acabarían reconciliándolos) —con toda probabilidad por una cuestión de celos
respecto a la condesa Luchdmila Fiodoreva, a quien ambos cortejaban— traspasó
los límites de lo amoroso, y Eiderdown abandonó para siempre el estudio del
antes dilecto Menard, quien siguió su camino literario hasta alcanzar la enorme
fama que le propició el asombroso esfuerzo intelectual de conseguir concluir no
sólo el capítulo IX del Ingenioso Hidalgo, sino también el trigésimo
octavo, y asimismo un fragmento memorable del XXII.
Sir Archibald acometió por su parte el
ingente empeño de descubrir la falsificación cervantina que habían iniciado los
críticos ingleses Sterne y Fielding, y en una apasionada y apasionante actitud
se embarcó en la revisión de toda la novelística europea del siglo XVI. Libro
por libro, sus apuntes señalan —y nos referimos tan sólo a aquellos ejemplares
de los que dejó notas y no a todos los que repasó— la lectura de unos catorce
mil volúmenes. A medida que se sumergía en el estudio su ánimo se polarizaba
entre la impresionante capacidad cervantina para el plagio, y su pesar porque
tan eminente inteligencia hubiera decidido llevar a su máxima expresión la
copia, sin ser utilizada para el más noble ejercicio de la creación. Pero, en
cualquier caso, su admiración por don Miguel de Cervantes no sólo no se
aminoraba, sino que crecía a la par que descubría sus fuentes literales.
Cervantes, de cualquier manera, habría pasado asimismo a la historia de la
literatura aunque tan sólo hubiera sido por su impresionante talento para
perpetrar emulaciones, por ser el inevitable e inestimable autor del apócrifo
más genial de la Historia.
Continuará...