El zapato de confianza
El zapato es el héroe del asfalto. Un viajero de tantas aceras parsimoniosas y descuidadas que también se atreve —audaz— a corretearle senderos al semáforo: en verde legalizado o en un rojo prohibitivo y vorágine. El zapato pasea y va mirando faldas alborotadas de primavera y terraza con las ansias frescas de los pocos años, desde su lazo: impecable. O apresurado.
Los zapatos nacen siempre hermanados por el mismo olor a cuero nuevecito y repujado que el tiempo va convirtiendo en habitual. Cuando nace un zapato hay alegrías de novedad por las calles, y los otros zapatos, los veteranos, le van saludando con un gesto entremezclado de viejas alegrías, que recuerdan, y nuevas envidias, que les avergüenzan de arrugas. Lo cual que cuando un zapato se estrena por la Calle Mayor —un tantico avergonzado— le salen a saludar cientos de paseantes más enfurruñados o presurosos, o más detenidos en los escaparates. Zapato nuevecito de encetar. Zapato niño y casi charol sonriente y brillante para pisar charcos. Zapatón de ecos en cada descansillo.
Cuando llega el verano, el zapato se pone de manga corta, como cada quisque, y va enseñando dedos pintados de rojos gloriosos, múltiples y espectaculares, y hasta se vuelve bajito porque se le olvida en casa el tacón. O acaso la piel se le hace más fina y somnolienta, y se disfraza de colores entremezclados, como los payasos. Amarillos y azules. Verdes sombra y rojos calor.
Un zapato que se precie tiene que ser amistoso y andar siempre reluciente, como los tricornios y la lluvia de abril, como los soles pesados de calle abierta. Y caminar un poquito erguidillo por la parte de las punteras, como si llevara siempre el mentón altivo y soberbio de las importancias. Y la melena, eso sí, siempre despeinada hacia un lado, hacia ese lado donde cae la lazada más crecidita que la otra.
Hay zapatos de paseante que siempre se desgastan por todos los lados, como las islas. Hay zapatos de trabajar que nunca tienen tiempo de embetunarse los labios. Zapatos muy acordonados para las pocas prisas. Zapatos bizcos que siempre se están mirando entre ellos, así como con cariño.
Zapatos, en cambio, que no se pueden ni ver —enfadados— y van espiando, envidiosos, las aceras y bordillos. Zapatos de escaparate a quienes nadie quiere y, después de un tiempo, se mueren en cajas de tristeza y almacén.
Zapatos tímidos que se esconden en los dobladillos. Zapatos fulminantes de lamé. Zapatos repetidos, como si fueran japoneses. Zapatos estirados con tacones de aguja y de vestir. Zapatos altísimos con vocación de bota. Zapatos-zapatilla, como de andar por casa. Zapatos misántropos que te pisan en la barra aburrida de algún bar. Zapatos alargados para ir más deprisa. Zapatos traviesos que siempre encuentran algún barro. Zapatos seda. Zapatos coraza. Zapatos, pues.
Cuando uno se hace amigo de sus zapatos los cuida con vocación enfermera y religiosa, y les pone pomadas para las llagas del entrecejo, y colirios para cada ojal. En esos casos, los zapatos te lo agradecen de corazón, y llega un momento en que se quedan silenciosos, sin molestarte, como si no existieran. Como esos niños raros que siempre se portan bien.
Cuando eso ocurre, a un zapato nunca debe llevárselo a la residencia de los zapatos para que se aburra jugando a la brisca o la garrafina. Es mejor decirle adiós de golpe, con un suspiro presente y un siempre relativo recuerdo.
Con un «tenía yo unos zapatos preciosos...».