viernes, 23 de noviembre de 2012

RELATOS INVISIBLES

El anecdótico crimen de la Jesusa
  
      
Veinte años.
       Veinte años y un día —aunque el día casi era lo de menos— le cayeron al Mataputas.
       Por lo de la Jesusa.

       Matar a una puta, en estos tiempos que corren, no es cosa que parezca tan horripilante y descomunal. Que, al fin y al cabo, las putas son carne de cañón y desbarajuste. O eso dicen las buenas gentes.
       Enseguida se sospechó, tras el estropicio, del Mataputas (que, mira que la gente es rencorosa, se quedó así el hombre para los restos).
       Estaba cantado. Ocho años beneficiándose a la Jesusa todos los sábados, a las cinco en punto de la tarde, ora a tocateja, ora de fiado, son como para despertar recelos y desconfianzas. La Jesusa, en una dudosa paradoja, apareció tan sanguinolenta como paliducha. Lo cual que muy muerta. Del todo. Debió ser cosa de las dieciséis puñaladas. Y es que ya se sabe: a más amor más puñaladas. No falla.
       Las putas se mueren jóvenes porque se conoce que, si envejecen, las suelen asesinar. Y no es plan. Además, las putas llega un momento en que no están para nada, y lo mejor es que las maten para que no sufran. Porque las putas sufren —dónde va a dar— que al contrario que en el Ejército regular, que asciendes con los años y las guerras, en el de las putas, con la edad y las constantes escaramuzas bélicas lo que hacen es irte apañando a la que te quitan los galones. Y transmigras del Eros Club al bar Sevilla y del bar Sevilla a la Carretera de Circunvalación y de la carretera de Circunvalación al Hospital Clínico y del Hospital Clínico a los Cielos Eternos de las Putas, donde no tienen que follar ni nada, ni chupársela a nadie. Basta con que reces con fervor el rosario a cada atardecida.

       Pero estábamos en lo de la Jesusa.
       Y en lo del Mataputas.


      
 
La Jesusa apareció un sábado, poco después de las cinco en punto de la tarde, en su cama del pisito de la corrala donde sobremoría, toda desbragada, como, por otro lado, le corresponde a una señora puta. Estaba —ya se ha dicho— desangrada y, por ello, con una palidez casi virginal que ponía una mínima, extraña e irreconocible hermosura donde nunca la hubiera habido. La encontraron enseguida, mayormente porque a cada puñalada (éste es un supuesto, pero bastante acreditable) pegaba ella unos chillidos tan marraneros que los vecinos —estábamos a mediados de enero— casi se despistan de matanza. Pero no.
       La primera en entrar en la habitación fue doña Luzdivina y, al tiempo que desviaba, horrorizada, la mirada de la pobre Jesusa (la sangre siempre es muy aprensiva), atinó a ver un culo huidizo en la ventana. Ese culo es de un mataputas. Pensó.
       Lo del culo, aparte de la mera anécdota, tampoco es que fuera determinante en el juicio, que ni tuvo que enseñárselo a doña Luzdivina —por la cosa de la rueda de reconocimiento— ni nada. Pesó más que anduviera tres días huido por alcores y roquedas. Finalmente, lo encontró la Guardia Civil en las ruinas de un convento cisterciense donde se había refugiado al tantarantán, culpable y penitencial.
       — Me doy, —dijo, a la que los del tricornio aprestaron los naranjeros. 
       En cambio, durante la vista, y a pesar de que lo pusieron pingando, el Mataputas (que, hay que joderse, al final lo llamaba así hasta «El Norte de Castilla») no pronunció una sola palabra. A cada pregunta se limitaba a ese encogerse de hombros que suele significar: ¡velay!

       Aquí, en la cárcel, todos me llaman Fidel, sin más.
       Por cierto, la maté porque aquel sábado, a las cinco en punto de la tarde, la encontré encamada con otro.
       Y era mi hora.      
      
       Y hasta una puta tiene que cuidar las formas, cojones.