Veintinueve años habría hecho por San Quirce, los del pequeño, que no te acordabas de mí, Aniceto. De mis geranios. Siempre enredado con una tierra que nunca nos dio para nada. Ahora que llevas tres días pensativo, callado, te lo puedo decir: te quería de verdad. Me casaste de negro. No era culpa tuya. Me enterraste de negro. No era tuya la culpa. Sino de los inviernos. Pero estuvimos juntos, que estar ya es.
Recuerdo, como si fuera ayer, la primera vez que me dijiste que te gustabas de mí. Todo colorado. Yo, en cambio, no me azaré, llevaba tanto tiempo esperándote. Mis amigas me rezongaban que te gustaba la Eulogia —al fin y al cabo su padre tenía tierras—, pero yo no las hacía caso, sólo había que ver cómo me mirabas. Claro que habría que haberse fijado en cómo te miraba yo.
Tocaban El gato montés. Me pediste baile. Mi madre, la pobre, asintió con la cabeza, que era como dar permiso para que me cortejaras, que en el pueblo echar un baile era casi como una petición de mano. Luego, pues a cuchichear con las comadres, sentadas al fondo del Salón. Estaba tan oronda y orgullosa —no me fuera a quedar para vestir santos— que casi le explotaba el refajo. Me acuerdo como si fuera ayer. Tocaban El gato montés.
Tres años me acompañaste. Día a día. Íbamos por la linde hasta la chopera, justo al lado del regato del Cojonines. Nunca nos dejaron sólos, y yo me preguntaba cómo sabrían tus besos. Bueno, los besos. Nos casamos, ya sabes, de negro. Cómo lloré, Señor. Vinieron los niños y nos los fueron matando los inviernos, menos al pequeño. Tú te empeñabas en llamarle «el pequeño», pero fue el único que nos vivió. A todos los ponías Aniceto, según se nos morían y nos nacía otro. Yo los paría y los airones se encargaban de llevárselos enredados y fríos. Pero nunca te vi llorar, que para eso ya estaba yo. Tú tan sólo me ponías la mano en la cabeza y decías: mujer... Luego, enmudecías para poder acompasar tus penas y mis penas. Siempre has sido un hombre al que le lloraban el silencio. Y nunca te conocí una lágrima.
Veintinueve años hará por San Quirce y ahora andas pensando en mí: callado, pensativo, frío. Tres días. Me casaste de negro, pero no era culpa tuya. Cómo lloré, Señor. Yo a tí, en cambio, nunca te vi llorar... Pero bueno, que me estoy repitiendo como una tonta, y lo mismo te estoy chinchando... Ahora, ya solo espero que vengas conmigo aquí, a ninguna parte.
Aniceto: están tocando El gato montés.
Por las mañanas, temprano, siempre salgo a abrevar a los animales, ellos son, por supuesto, lo primero, que al fin y al cabo son quienes nos dan de comer. Normalmente hay que azuzarlos y apurarlos un poco, que pareciera que todavía estén medio dormidos; pero hay días que, no sé por qué, se me espantan y tengo que correr como una descosida y echar el bofe para alcanzarlos. A mis años. Lo mismo es que se ponen de acuerdo para reírse de mí. No me extrañaría. Los animales son muy suyos y, aunque la gente no lo crea, tienen su sentido, sus manías y, por qué no, hasta su retranca.
Generalmente paso, de camino al regato, por delante de la casa del pobre señor Aniceto. Ya no le queda nadie y se ha vuelto dejado. Se nota en todo, en los tiestos descascarillados y con una tierra muerta que pareciera de camposanto, sin aquellos geranios de hermosura que cuidaba como un potosí su mujer, la Pilar. Dónde acaban dando las cosas. Con los aperos pasa lo mismo, están herrumbrosos y acobardados, acomodados a su aire, en cualquier parte, sin orden ni concierto, como centinelas aburridos haciendo una guardia absurda que ya no le importa a nadie. Ya no te digo de los visillos, de los marcos de las ventanas, de las sillas de anea que se han quedado atrapadas para siempre junto a la puerta, donde una manta descolorida se deja llevar por el viento como sin fuerzas, como entristecida, como pidiendo un auxilio que no llega.
Y sobre todo el silencio. Porque, es curioso, de las casas suelen salir ruidos del cada día, una cacerola farfullando, una pelea que comenzó íntima y se hace viajera, arrastrar de zapatillas o cloquear de zuecos de madroño, el ayear del perro a quien se le pisa la siesta y el rabo. Pero de la casa del señor Aniceto hace ya mucho tiempo que tan sólo sale silencio. Un silencio frío que a mí me eriza el vello y la sonrisa.
Precisamente ayer pasé por allí. A veces me llego hasta la ventana por ver de saludarlo, incluso toqueteo varias veces en los cristales, y él se asoma y me contesta con un buen día, que está solo y triste, refunfuñón, pero sigue siendo buena gente y hace el esfuerzo de responder. Aunque ayer, no sé por qué, me dio repeluzno pegar la nariz al cristal. Me dio miedo, ya ves. Ni siquiera me acerqué , y pasé casi a la carrera, hasta mirando para otro lado por disimular un tanto. Yo no sé si me vería, pero de verme tuvo que extrañarse, aunque no creo que se enfadara por el desaire. No sé si hice mal. Vaya usted a saber.
Pero es que ayer el silencio salía más fuerte que nunca.
Hoy veré de acercarme.
Mayormente lo que siento es frío. Porque, la verdad, el silencio no me importa. Casi que hasta me arrulla. Y a la soledad uno se había acomodado hace ya muchos años. Desde que murió mi Pilar, aquel invierno de airones y destrozos. Claro, que también la postura me incomoda un tanto, más que nada por lo desacostumbrado. Tres días. Aunque, qué hacer, ya me iré amoldando.
El sol se porta bien, que recorre la habitación cada mañana de este a oeste, que es lo suyo, y va dejando un reguero limosín como un rayo de pelusillas y mínimas polvaredas que juguetean y me animan mucho.
Por cierto, ayer pasó junto a la ventana la Eneldina, pero ni saludó ni nada. De hecho, ni siquiera atisbó por los cristales. Sería de ver que se hubiera vuelto discreta con los años. Iba con los animales, a abrevarlos. Les chasqueaba la lengua por que se apuraran, como si tuviera prisa. Prisa. Si no tiene otra cosa que hacer en estos días. Se alejó al poco, balanceándose, azuzando la vara y sonando los zuecos en el empedrado. A la edad le suelen salir las viruelas de llamar la atención. No sé a quién, en este pueblo de ancianos aburridos de cataratas.
Se me ha dormido una pierna. Cada día me pasa con más frecuencia. Será de ir a Bembibre a que me mire el de cabecera. No es que sea para tanto, pero es una coña. Ahora entiendo a Pilar, cuando se quejaba, durante el embarazo del pequeño, de que no sentía una mano. Yo le chinchaba que era una quejique, pero ella estaba en lo suyo. Porque este notarse acorchado es un sinsón. Don Matías decía que era cosa de los tendones, que le aprisionaban no sé qué, que se le pasaría pronto. Aunque no le dio tiempo, pobre, que se me murió aquel invierno de airones y destrozos.
Estoy mirando el campo y da pena. Señor. Últimamente me he vuelto dejado, no estoy para nada. Me canso. Se me va la cabeza. Y hasta me empieza a gustar el desorden. Pero la tierra no tiene la culpa de que yo sea cada día más intercadente. Al año que viene habrá que arrendar.
Es curioso, son ya tres días sin dejar de pensar en Pilar. Y mira que han pasado años. Veintinueve hará por San Quirce. Los del pequeño. Aquel invierno de airones y destrozos. Cómo lloraba el día antes de la boda, porque no se podía casar de blanco. Pero de dónde sacábamos las perras para un traje de novia. Así que nos casamos los dos de negro. Y, a mí, aquello me dio mala espina. La echo de menos. En fin.
Ha entrado el sargento y se ha comido el resol de la ventana.
Ya iba siendo hora, que llevo aquí tres días.
Colgando.
Me bajan.
Fíjate, Pilar, ya no siento frío.