CINE B
Lo que ahora se conoce como cine de serie B era antes, en mi adolescencia, simplemente cine. El cine que veíamos los sábados por la tarde en las sesiones juveniles del Real Cinema en Santa Cruz de Tenerife. Por unas pocas pesetas, docenas de arrapiezos atiborrados de maíz tostado, pipas y golosinas variadas nos apiñábamos en las butacas para dejarnos llevar por las aventuras del gran Maciste, Fantomas, Louis de Funes o cualquier héroe de plexiglás y decorado de cartón piedra.
Películas de bajísimo presupuesto interpretadas por actores y actrices
desconocidos con la piel brillante y el pelo algo emplastado, como mandaban los
cánones setenteros, y entre los que de vez en cuando se colaban grandes
secundarios como Cameron Mitchell, un emperador romano mucho más creible que
cualquier otro. Eran historias repletas de acción, intriga, monstruos
legendarios, naves espaciales con botones luminosos y puertas que se abrían con
sólo mirarlas, fumanchús y malvados de perilla y rostro afilado.
Se nutrían de
efectos especiales de baratillo y bandas sonoras de recortar y pegar, pero a
nosotros nos importaba un pepino: no veíamos la hora de salir corriendo para el
cine y disponernos a devorar cualquier historia que nos contasen, por increíble
que fuera. Encontrábamos en aquellas películas los mundos imaginarios que
deseábamos visitar, las hazañas imposibles que nos gustaría protagonizar, los
parajes misteriosos y lejanos a los que hubiéramos querido viajar. Aquellas
pantallas gigantes del cine de antes eran como enormes agujeros negros hacia
los que nos precipitábamos sin oponer resistencia, y que daban acceso a
universos paralelos de placer. Cuando salíamos de nuevo a la luz del día, los
comentarios no cesaban durante toda la semana. Hasta que llegaba un nuevo
sábado, una nueva película en el Real Cinema, otra vez el maíz tostado y de
nuevo la magia.
¿Cine B? Cine. Historias. Emoción.