jueves, 18 de octubre de 2012

FAUNAS


La corbata figurativa

Toda ciudad que se precie debe tener sus propias corbatas, porque las corbatas son el susurro o el aullido de la identidad de un pueblo. Las ciudades con futuro y colorido escogen corbatas agresivas y resultonas: Kandinsky o Paul Klee.


En cambio, a las ciudades con demasiados pasados la corbata siempre se la elige —clásica y regularizada— su mujer. Y es que la corbata puede ser muchas cosas. A saber: nudo corredizo de elegancias y presunciones; disfraz de outsiders que no tienen dónde caerse, ni vivos ni muertos; status frontal y adosado de abogado de provincias; machismo anudado y paternalista de un impostor.

Las corbatas son figurativas. La corbatas, incluso, son corporativas. Las corbatas se las solemos alquilar los figurantes a la pequeña vorágine del día a día y el a «sus órdenes señor director general». Aunque también tenemos corbatas con siglas para regalo de políticos y postulantes. Corbatas marrones y tristes de parado e ir a buscar trabajo. Corbatas maternales-azul-marino que, como los amores más íntimos, van con casi todo. Corbatas Pilarín. Corbatas geometría coloreada y pendular. Corbatas de túmulo y funeral.

Hay corbatas que siempre se nos quedan cortas y bonachonas, ladeadas y bífidas: sudorosas. Corbatas impecables como una coraza antigua y blasonada. Corbatas tuttifruti y frenesí.


 
 
 
La corbata define al hombre mucho más que su discurso y sus opiniones, es la bola de cristal de la verdadera personalidad. La corbata es un símbolo, una decisión inapelable e íntima, un rompecabezas apenas resuelto, la banderola exigente y caracterizadora del yo.
 
Corbatas amarillas para domingo y resol. Corbatas con mensaje. Corbatas Miró, que van enrollando azules, amarillos y rojos. Corbatas sonrientes. Corbatas cómicas. Corbatas serviles. Corbatas individualistas. Corbatas aristócratas de presunto glamour. Corbatas con polilla. Corbatas sin corbata. Corbatas escuchimizadas. Corbatas nudo gordiano, o todo lo contrario, cerbatana. Corbatas tapamancha. Corbatas perpetuas. Corbatas amistosas. Lo cual que: corbatas.
 
En la ciudad, la corbata suele ser semantema de oficinista bancario que la sustituye el sábado por cremallera-adidas. O, acaso, pasaporte de joven agricultor desembarcando en la capital el findesemana. También, lábaro tradicionalista para acudir el día domingo a misas, abecés y gambas con gabardina. Las corbatas encubren muchas carencias con sus coloridos y muchas mentiras con sus revoloteos. Muchas corbatas tienen, ya desde el estreno, una arruga puesta, como una premonición.
 
La corbata tendría que ser florentina y afilada, pero suele quedarse en un adorno matemático que siempre nos tiende a cero. La corbata: el dogal de la más horrible servidumbre. Un invento croata de afrancesados enciclopedistas y hugonotes. Las corbatas deberían tan sólo servir para ahorcar a los malos poetas. Pero, en el fondo, son como una  banderita de la Cruz Roja.
 
Un adminículo con la que nunca liga —se ponga como se ponga— el pretendiente sumiso y rendido de las «Chicas de Kiraz».