sábado, 13 de octubre de 2012

CON LA PRESENCIA ESTELAR DE... (Por riguroso orden de desaparición)



BENSO, Mario

Las tribulaciones del repórter Eutimio
 
Eutimio Mateos, cincuentón y algo descabalgado, disponía las esquelas en las páginas de obituario de la Crónica de Villamediana, prestigiosa cabecera de la España profunda.

Y en este menester se hallaba la tarde de un viernes de agosto. Como resultaba habitual en los meses veraniegos, la redacción del periódico mantenía una actividad más reducida que otra cosa. Cuando, de repente, hizo aparición el redactor jefe:

— ¡Ya es lo que me faltaba! ¡Mateos, pase un momento a mi despacho!

Eutimio dejó con parsimonia sus anteojos de cerca sobre la mesa de trabajo y se dirigió al despacho del redactor jefe:

— Usted dirá, don César.

 — Pase, no se quede ahí.

 Obedeció Mateos.

 — A ver, si no recuerdo mal, un tío suyo fue novillero.

 — Sí. Hace tiempo de eso.

— El tiempo no importa. La cuestión es que nuestro crítico taurino está jodido. Y esta tarde es la corrida de Ferias, y necesito a alguien que cubra la información. Así que, Mateos, deprisita, que son las cuatro y media y la corrida es las seis.
 

 
— ¿Yo, don César? Pero sí no he estado en mi vida en los toros.

 — Mire, aquí tengo un librito de términos taurinos que le vendrá bien. Meta en la crónica unos cuantos y ya está. No es tan complicado.

 (He aquí la crónica que Eutimio entregó, una vez finalizada la corrida, y que por su interés periodístico nos hemos decidido a reproducir íntegramente):

«Acompañó el tiempo la celebración del festejo, registrándose un lleno total en el coso prefabricado. Los diestros y sus cuádrigas fueron recibidos a porta gayola por el público, saludando ceremoniosamente al sobrero y al respetable desde el tercio de banderillas.          

El primer toro correspondió al Niño de la Paquera. Un ejemplar voluminoso, grana y oro, que alguien a nuestro lado definió como astifino, pero que en nuestra opinión lucía vulgar y escaso de finura. El matador lo recibió con un hermoso bajonazo, coreado con olés por parte del respetable. Tras varios pases —más bien retóricos—, sonó la corneta del alguacilillo indicando cambio de tercio. Recorrió el tendido un maletilla a caballo cuya lanza (ésta sí que, decididamente, astifina) se incrustó en el lomo del toro, produciéndole desgarros y haciéndole soltar unos terribles rugidos, recibidos con indiferencia por el público. A continuación, una vez que el noble bruto doblara las patas delanteras en dos ocasiones, y diera evidentes signos de derrota física, un monosabio se aprestó a ponerle unas manoletinas, con tal prudencia y amedrentamiento que casi le faltó enviárselas a modo de jabalina olímpica. El público afeó el gesto, y la corneta volvió a indicar: cambio de tercio.
Dirigióse el de la Paquera por la espada de matar y, citando con el trapote de lejos al animal le dió incontables pases al natural, que el público recibió con harta algarabía. Como el morlaco, Jaramillo, (580 kilos en canal), apenas tenía fuerzas para embestir, el diestro lo atrajo al sobaquillo. Un par de galleos por manoletinas y, a poco, le mandó al otro barrio con una larga más o menos cambiada. El público, visiblemente satisfecho, pidió que se le concedieran las dos orejas, pero el marrajo, tras dudar un instante y consultar con su señora, optó por conceder sólo un apéndice y (probablemente con la intención de no dejar medio sordo al torero) determinó que se lo arrancasen al animal, que acabó retirándose al vestuario arrastrado por una montera de caballos. Saludó el de la Paquera desde el centro del campo. Y siguióse el festejo…».

No pudo leer más don César. Un síncope furibundo le agarrotó el pecho, y a las pocas horas ya se hallaba Mateos componiendo su esquela y procedente obituario, que, puntualmente, apareció en la edición del periódico del día siguiente.