Pocos segundos después de que John Wilkes Booth asesinara a Abraham Lincoln, una tarde noctámbula del 14 de abril de 1865, tras pegarle un tiro en la cabeza con una Philadelphia Deringer, gritó a la absurda y empirigotada concurrencia del Teatro Ford de Washington D.C.: Sic semper tyrannis. Lo cual que, en versión libre, aunque engorrosa, viene a significar: «Esto es lo que hay que hacer, siempre, con los hijos de puta de los tiranos. Que se jodan. Lo que no entiendo es por qué no lo hicimos antes de que los confederados nos rindiéramos en Appomatox».
WILKES BOOTH, John |
Pero pocas personas entienden, más o menos bien, cómo mueren los tiranos. Porque los tiranos se deben, habitualmente, a sus probables asesinos, como César, que hasta le pedía explicaciones cariñosas a Bruto: Tu quoque fili mi. Que en traducción del siglo I a.C., es casi seguro que resulte, más o menos: «Pero coño, cacho cabrón, que soy tu padre. Vale, adoptivo, pero hay que joderse. Por cierto, dejaste ayer tu habitación como una cochiquera. Anda, deja de matar gente y arréglala un poco que, si no, tu madre se va a poner…».
Otros tiranos, en cambio, se deben a sus ejecutores, que son también asesinos, pero a lo bestia. Aunque tengan sus razones. Por un poner, Gadafi. Porque una cosa es que te maten y otra que te expongan a la vesanía del pueblo llano. Que sí, al que habías, últimamente, masacrado. Vale. Pero tampoco es que te descoyunten el cadáver mortuorio al trántrán, Y que lo filmen. Porque a César, al menos, lo dejaron cubrirse la cara con la toga. Y Bruto, Casio y Casca, en ésas, no le grababan con el móvil en la Curia del Teatro de Pompeya.
Claro que llega otro tipo de tirannys. Verbigracia, Bashar al Assad. A día de hoy, no tengo la puta idea de cómo morirá. Pero de lo que estoy seguro es que, con toda la pasta que tiene en Rusia, lo suyo es que hubiera dispuesto su traslado a alguna dacha de por aquellos mares caspios. Pero, estoy dispuesto a apostar (jueguen señores) que no le deja la familia, sus generales, sus sátrapas, sus convolutos, sus países amigos y enemigos, incluso el Mossad y, por supuesto, Allahu Akbar (الله أكبر).El problema de los tiranos es que, por la mayor parte de las veces, están raptados. Por su destino. Por ese destino que, quienes los rodean, no están dispuestos a asumir. Al final, pues, los tiranos mueren solos. Pero obligados por esa cercanía, casi mayoritaria, de los allegados. Y acaso, con todas estas mamandurrias familiares y nepotistas, hasta liberados. Sobre todo si, como a papas, dictadores, Francos y Videlas, Cháveces o Castros, la familia se empeña en que no te mueras.
Y, a veces, intubado, arrítmico, con ropón... hasta consigues morirte solo en alguna cama. Tan liberado, tan culpable, tan ansioso, tan bestia... Tan campante.