BENSO, Mario
Continuidad en los bares
«Bares, qué lugares tan gratos para conversar; no hay como el calor del amor en un bar». (Gabinete Caligari).
Se llamaba Waikiki y han querido los caprichos de mi memoria que se trate del primer bar donde recuerdo haber tomado una cerveza. O al menos eso creo. Estaba –tal vez esté aún– en Santa Cruz de Tenerife, y yo aún apenas tenía acné.
A pesar de los muchos cambios que ha experimentado este país nuestro, de las mordeduras alevosas de la crisis y del empeño indisimulado de los poderes públicos por convertir nuestras ciudades en museos del silencio, a los españoles nos sigue gustando por encima de todo charlar con los amigos en los bares. Acudimos a ellos para cumplir un ritual reconfortante: relajar las mentes y, al amparo de un vaso de vino o una cerveza, soltar lastre de los otros rituales, los obligados por el combate diario por la supervivencia. A ellos acudimos cuando la tristeza nos araña el alma y también cuando cuando queremos compartir nuestros impagables ratitos de felicidad. Hay bares por todas partes: en minúsculas aldeas y gigantescas urbes, en cementerios, hospitales, campos de fútbol, prostíbulos y serias dependencias administrativas: se diría que su presencia es imprescindible para que todo funcione, para que cualquier cosa sea cualquier cosa.
En los bares hay barras, lo cual no es baladí porque un bar sin barra no es un bar, es otra cosa. Y al otro lado de la barra habita el camarero, una mezcla entre confesor, psicólogo y agente de información. Conoce además de las labores propias de su condición las que se derivan del trato cotidiano con su clientela: a él se acude a menudo como confidente de secretos inconfesables que nos morimos por contar, como consejero y amigo. Hay camareros amigables y siempre dispuestos al palique, otros de expresión austera y poco dados a la conversación, discretos y exhibicionistas, acelerados y flemáticos… Los hay también con los que uno no habla nunca durante años, pero a los que un día ves por la calle y saludas, como desconcertado por encontrártelos en un contexto extraño por inhabitual.En realidad, el motivo que nos impulsa a atravesar el umbral de un bar no suele ser la sed. A los bares vamos a rodearnos de gente, a sentirnos cerca los unos de los otros, a conversar y a escucharnos. Son templos de la sociablidad, del placer de encontrarse. Bebemos sin sed, sedientos de contacto. En la intimidad de sus esquinas, en el murmullo ininteligible de sus parroquianos (muy adecuadamente conocido como barullo) hallamos refugio a nuestro deseo de huir de la soledad. Sin los bares estaríamos condenados a limitarnos al hábito de las reuniones en casa, las fiestas tipo cocún u otros inventos a los que, personalmente, soy poco dado. A mí me gusta recorrer calles y callejuelas hasta encontrar la luz amiga de uno de esos bares donde las horas, como dicen los anglohablantes, se convierten en pequeñitas, donde televisores encendidos sin voz soportan resignados que nadie los mire o músicas de mil y una condición ponen banda sonora a charlas interminables: en los bares se arregla el mundo al tiempo que se golpea con el vaso en la barra, y punto.
Bares hay de diseño y hechura clásica, sobrios y floridos, elegantes y esperpénticos, bullangueros y melancólicos, oscuros y bien iluminados como reclamaba Hemingway, minúsculos y grandes como salas de recreo. Hay bares de los que no se sale nunca y a los que sería mejor no entrar jamás. Hay bares con nombres glamurosos como Casa Pepe y otros que han cedido a la tentación snob de bautizarse con expresiones extranjerizantes, bares que invitan a la tertulia y otros perfectos para hacer una pausa breve…
Pero todos los bares son un poco uno solo: el hogar del que salimos para regresar a casa, esquivando sombras en las ciudades dormidas. Lugares donde se ama y se odia, donde se viven amistades eternas de una hora, donde se retuercen las historias como los minutos.