NIETO, José María
La luz del mundo
Lo mejor de oir la radio a escondidas, con el pesado radiocaset metálico oculto bajo las sábanas, era la diminuta luz verde que indicaba si estaba bien sintonizada la emisora. No recuerdo si yo tenía ocho, diez o doce años, ni qué programas me gustaba escuchar de madrugada robándole horas al sueño.
Pero recuerdo contemplar extasiado
esa luz fría, a escasos centímetros de mi cara; estudiaba el reducido alcance de
su resplandor o jugaba a entornar y guiñar los ojos, con lo que el diminuto
piloto se convertía en un lejanísimo faro perdido en un océano tenebroso o en la
señal de una nave espacial solitaria, cruzando el espacio vacío en un cielo sin
estrellas.
Ahora que soy un señor de mediana
edad a veces me despierto en mitad de la noche y hago una expedición hasta el
frigorífico para beber un trago de agua fresca. Por el camino encuentro
infinidad de luces, y es que ahora las casas están llenas de aparatos con sus
correspondientes pilotos de colores: el módem de internet tiene cuatro luces
verdes y una anaranjada; la impresora, una amarilla (le falta papel) y el
monitor del ordenador una roja. Los reproductores de vídeo que se acumulan bajo
la tele brillan con un hermoso resplandor azul, parecido al del cepillo de
dientes eléctrico, que ilumina de forma intermitente todo el pasillo. El mismo
frigorífico me recibe con sus dos ojos verdes vigilantes sobre la puerta, así
que mientras bebo agua le miro y me pregunto cuánto me habría dado de sí toda
esta tecnología si la hubiese podido disfrutar cuando era niño.
Posiblemente el frigorífico me
habría dado su opinión.