Bestiario Ibérico (el discursista)
Dicen
las lenguas (buenas y malas) que en este país nuestro cada ciudadano lleva
dentro un seleccionador de fútbol. Recientemente, uno de los efectos
colaterales producidos por la tan manoseada crisis nos ha permitido descubrir
que, además, todo español que se precie alberga en su interior un juez o un
Ministro de Finanzas —cuando no todo un Presidente del Gobierno— a modo de
Alien ilustrado que se precipita al exterior con la perversa intención de
arreglar los males mundanos.
En realidad, este oprobioso fenómeno
de posesión colectiva parece ser mucho más antiguo de lo que pudiera pensarse a
primera vista, y probablemente tiene mucho que ver con una de las grandes
aficiones del habitante de la Piel de Toro: pronunciar discursos. El
Discursismo —permítaseme la expresión— está casi indisolublemente unido a
nuestro carácter, corre por nuestras venas como una suerte de leucocito
lenguaraz que nos impulsa a abrir la boca y sentar cátedra sobre cualquier
cuestión, en especial sobre aquéllas en torno a las cuales carecemos del más
mínimo conocimiento. Adora el discursista espacios como los corrillos de las
plazas públicas o —preferentemente— el calor mundanal de las tabernas, donde
puede pontificarse sobre lo divino y lo humano dando golpes sobre mesa o barra
con nuestro vaso de vino.
—Aquí lo que hay que hacer es… así
comienza habitualmente el discursista su perorata, adornada por todo tipo de
argumentos y pseudoideas extraídas a menudo de titulares de prensa, frases
cogidas al vuelo procedentes de tertulianos de toda suerte y condición o,
simplemente, del cajón imprevisible de lo primero que a uno se le ocurre.
Escuchando al discursista solucionar
los problemas del mundo en pocos minutos se pregunta uno por qué estas personas
de tan lúcida perspicacia no son quienes rigen nuestros destinos en vez de
tanto político de baratillo. Ellos, que poseen la fórmula mágica de todas las
cosas, el Santo Grial que todo lo arregla y cura… Para el discursista, que se
cree en posesión de la verdad y no acepta que le lleven la contraria, bastaría
con hacerle caso para que todo cambiase por arte de magia, de manera que si las
cosas están así de mal es porque nadie hace lo que él piensa que hay que hacer.
Claro que él no es de actuar sino de marcar el camino, son los demás los que
tienen que atarse los machos. Él suelta su perorata, lanza una mirada arrogante al tendido como el torero
ante un desplante, y pasa a otra cosa. Ya hablaban Cervantes y Quevedo de los
arbitrios y los arbitristas (solucionadores), individuos capaces de pergeñar
remedios disparatados e imposibles a cualquier cuestión. También se les conocía
como “locos razonadores” o “locos repúblicos o de gobierno”, y parece que
constituían una fauna tan extensa como los conejos que dieron su nombre a
Hispania.
Mucho tiempo después, la tentación arbitrista sigue presente por estos pagos, con la misma persistencia que esos eternos males nacionales que parecen insistir machaconamente en quedarse con nosotros. Pero sospecho que, como sucede con los otros discursos —los que funcionarios estresados escriben de forma rutinaria cada día para los Padres de la Patria-— toda esta palabrería vana e insensata se disuelve en el aire y no sirve para nada, como el humo que se desprende de nuestra particular hoguera de las vanidades.
Mucho tiempo después, la tentación arbitrista sigue presente por estos pagos, con la misma persistencia que esos eternos males nacionales que parecen insistir machaconamente en quedarse con nosotros. Pero sospecho que, como sucede con los otros discursos —los que funcionarios estresados escriben de forma rutinaria cada día para los Padres de la Patria-— toda esta palabrería vana e insensata se disuelve en el aire y no sirve para nada, como el humo que se desprende de nuestra particular hoguera de las vanidades.
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