Albert Guitiriz siempre tuvo una enfermiza propensión a las cabinas. De todo tipo. Alzadas en el Sacra Santorum de una discoteca. O mínimamente acristaladas en un bar del sinuoso centro chorra de la ciudad. En el lumperío de bares negros, atormentados, mágicos y maravillosos. En algún café iconoclasta. Acaso le ocurrió desde que vendía, jovenzuelo, tickets de minicine. Hasta que acabó pinchando en aquellas noches del Waikiki: Bar Musical. Nos hizo felices.
Parecía lógico, entonces, que en la pecera del tanatorio —a pesar del silencio enorme— todo el mundo dijera, con una sonrisa cariñosa, lejana y un poco cómplice: «Hay que joderse, qué bien queda Albert aquí».
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